
Me dijiste que buscara dentro de mí. En mí está la raíz de mis equivocaciones. No son ellos el error. El error lo he cometido yo, pensaba en Guillermo, mi primer amor. El del primer año de la secundaria. Lo ví y me encantó. Y con la inexperiencia de mis 13 años le escribí una carta. Se la dejé dentro de la carpeta. Debería haberla pegado en el pizarrón, porque no fue jamás un acto privado entre dos personas. Él lo sintió como una vergüenza. Desde ese momento me vetó. Me ignoró. Hizo de cuenta que yo no existía. Me contaron después que la leyó en la plaza y la rompió, y la tiró en el cesto de la basura. Ese fué el destino de mis primeras palabras de amor: la basura. Por Dios, era tan ilusa. Me limaron la cabeza las novelas rosa. La culpa la tienen Jude Deveraux y también Shakespeare (qué por supuesto, SÉ que no es una autor de novelas rosas). A ellos les compré la idea del amor que puede con todo: con las diferencias sociales, con las diferencias económicas, con las diferencias estéticas y culturales. Creí con todo lo ilusa que puedo ser, que cuando un hombre me conociera vería lo que yo consideraba que era: una buena persona, generosa, honesta, sincera, culta, inteligente, dulce, cariñosa, llena de ternura y de amor por dar. Que no vería de donde venía, sino adonde quería llegar. Que no vería que no era todo lo linda que hacia falta, pero que mi belleza suprema estaba en mi alma y en las yemas de mis dedos, lista para ser derramada en su piel. Creí todo eso. Eso decían las novelas con las que me atosigaba. Si hubiera sido realmente tan inteligente hubiera analizado a mis padres, hubiera visto que el amor o la falta de él, estaba escenificado en mi casa. Lo que mis libros decían es lo que cualquier mujer anhela, pero no era la vida real. En la vida real, hoy lo sé, las cosas no son así. Con el Guille tuve la primera lección acerca de fijarme en un sapo de otro pozo. Años después mirando George de la Selva, en una escena la vieja bruja le dice a George, que las manchas y las rayas no se mezclaban, que la rubia divina era una raya, y él (George) una mancha. Cada vez que pienso en el gerentito, recuerdo esa escena y esa frase. Debo reaprender el amor real. Saber que existen las incompatibilidades sociales, económicas y culturales. Que determinado tipo de hombre se queda con determinado tipo de mujer, por más que no esté enamorado. Que muchas personas, la mayoría, actúan de acuerdo a lo que se espera de ellas, en lugar de hacer lo que sienten. Debo aprender a amar con los ojos abiertos, analizando primero y sintiendo después. Aprender de mis errores. Buscar un igual, no uno mejor que yo. Buscar un luchador, alguien con sueños, alguien que sepa lo que es haber caminado desiertos. Alguien que valore la compañía por el sólo hecho de conocer demasiado la soledad. Quisiera poder decirte que sé porqué me equivoco, quisiera que todo lo escrito sea una respuesta satisfactoria, pero siento que algo se me escapa. Quizá esperé que alguno de ellos dándome bola confirmara que soy una buena persona, generosa, honesta, sincera, culta, inteligente, dulce, cariñosa, llena de ternura y de amor por dar.
Porque quizá ni yo crea que esa soy yo.
Te dejo un beso (este saludo lo aprendí de él, aunque nunca me dejó uno en persona)
Y te dejo estas palabras