Tenía 15.
Yendo a los 16.
Estaba en tercer año.
A la mañana.
Viviendo en la loma del cuerno.
Salía 6.45 todos los días para hacer los dos km entre las chacras,
hasta la parada del colectivo en la ruta 22.
Me daba miedo la oscuridad.
Pero de alguna manera estaba acostumbrada.
El otoño llegaba.
Y las hojas de los álamos eran una lluvia de destellos dorados sobre mí.
Nadie me acompañaba.
Así que a juntar coraje.
Y a darle hasta la ruta.
Sola con mis pensamientos.
Un día un auto paró.
Era un vecino.
EL sex Simbol del barrio.
Trabajaba en la municipalidad.
Yo lo conocía.
Curiosamente hoy no puedo recordar su nombre.
Era alto. Mayor. Casado.
No me dió miedo.
Y subí.
Me llevó hasta el centro.
Y ahora que lo pienso.
No entiendo porqué.
Si nunca fui linda.
Si nunca fui dueña de nada que fuera inteligencia.
Por qué paró?
Por qué me avanzó?
Por qué retorcida razón querer seducir a una adolescente regordeta y malhumorada?
Sigo sin entenderlo hoy, tantos años después.
Me acuerdo de que me enojé.
De que lo rechacé.
Y de que empecé a tenerle el miedo que desde un principio, debería haberle tenido.
La mañana siguiente, ya había hecho unos doscientos metros desde mi casa,
escuché su auto.
Ví los faros barriendo el camino.
No había lugar donde esconderme.
Corrí hacia la alameda de una chacra.
Me metí en una acequia
Me tapé con las hojas.
El dorado del otoño me ocultó.
Él pasó lentamente.
Como si supiera que en alguna parte estaba yo.
Escondiéndome.
Cada día se repitió la escena.
Si la tierra estaba húmeda,
mi escondite era la copa de algún manzano.
Pasaron unos meses así.
Dejé de usar mi campera rosada.
Empecé a usar ropa negra.
En la oscuridad me protegía mejor.
Nunca se lo dije a mis padres.
Ellos no hubiesen entendido.
Ellos no me hubiesen protegido.
La única evidencia de esta cacería,
eran las hojas secas que se quedaban
prisioneras en mi pelo negro.
Por suerte, el tipo se fue a otra ciudad.
Unos días antes de eso, lo encuentro en el almacén.
Salí, me estaba esperando para decirme
que no sabía cómo,
pero que yo me le había escapado.
Me arrinconó contra la pared,
su estatura me dominaba.
Y me prometío no irse sin antes haberme culeado.
Le pegué una patada en la espinilla.
Corrí a mi casa.
Y encerrada en el baño, vomité mis miedos.
Mi vieja pensó que estaba descompuesta.
Qué habría comido alguna porquería y me habría hecho mal.
Me aferré a esa verdad imaginaria.
Y no salí de la casa.
No hasta ver por mi ventana, que se iba en su auto, con su mujer,
con sus hijos y el camión de la mudanza siguiéndolo.
De este hijo de puta me escapé.
Pero la suerte no me iba a durar para siempre.
Habrían otros infelices, para ocupar su lugar.
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